El Sol había alcanzado su culminación y el fuerte
calor se dejaba notar. El aire golpeaba el rostro de un jinete que, a galope,
cabalgaba por un camino bordeado de campos y cuyos labradores ya hacía tiempo
que habían dejado de faenar en espera de que el Sol amainara su furia.
En un instante, el jinete detuvo la marcha y se
quedó observando aquello que hace muchos años dejó: las murallas de su ciudad.
La ciudad de Teruel.
Muchos recuerdos invadieron al misterioso jinete y
conforme iba alimentándose de ellos, su rostro se transformó lentamente hasta
alcanzar una expresión que denotaba una extraña y contenida felicidad.
Al poco, inicio la marcha y pronto divisó la ermita
de la Villa Vieja. A su paso por el santo lugar, su corazón aceleró los
latidos. Poco después, el camino discurría su paso por el Molino del Rey,
Monasterio de San Francisco y Hospital de San Sebastián.
Enfrente tenía una de las entradas a la ciudad: la
Puerta de Daroca. Se detuvo unos instantes y, después de dudar, decidió tomar
el camino de la izquierda que conducía a la Puerta de Zaragoza. Quería ver a su
ciudad como la dejó años atrás, llena de vida con sus gentes por las calles. Y
para ello, nada mejor que hacerlo por la Calle Tozal, llena de comerciantes,
botigas, almacenes y bodegas para luego desembocar en la plaza Mayor, centro
álgido de la vida ciudadana y donde estaba instalado el mercado.
Pero al llegar al Postigo de San Miguel, pareció pensarlo
mejor y, tirando de las riendas, obligó a su caballo a dirigirse nuevamente
hacia la Puerta de Daroca. Esta entrada le permitiría llegar a su destino más
discretamente y evitar que alguien pudiera reconocerlo y perder tiempo.
Después de atravesar la Puerta de Daroca, inició la
subida por la calle Andaquilla. Al poco, le llamó la atención un hombre que,
apoyado en los muros de la iglesia de San Martín, no dejaba de maldecir y
blasfemar.
El jinete, pensando que le había ocurrido alguna
desgracia, se le acercó:
- ¿Qué os sucede buen hombre? ¿puedo ayudaros en
algo?
El hombre se sentó en el suelo. A su lado tenía dos
tinajas de diferentes tamaños y llenas de agua que debía transportar apoyando
una sobre la espalda y otra sobre el pecho ayudándose con unas cuerdas.
- Juro que prefiero morir antes que continuar con
este trabajo cuyo peso es imposible de soportar. Y éste ya es el quinto viaje
que acarreo agua desde la fuente de la Peña del Macho. Y por si esto fuera
poco, el pozo que vuestra merced puede ver aquí, se ha secado. ¡Antes morir que
ser aguador!
El jinete comprendió que no se trataba de nada
grave y trató de consolarlo.
- Pero, aguador, ese peso que debes acarrear te
permite vivir a ti y a los tuyos. Además, si hoy es el quinto viaje que
realizas, he de juzgar que el negocio os es más que favorable.
- No os llevéis a engaño, buen señor, pues todo lo
que reluce no es oro. Hoy tengo un trabajo extra: la celebración de la boda de
Isabel de Segura con el señor Azagra de Albarracín han dejado vacías todas las
tinajas de la casa de Don Pedro de Segura y ahora tengo que llenarlas sin
demora alguna.
Aquellas palabras transformaron el rostro del
jinete que, petrificado por lo que acababa de oír, quedó como ausente de todo
lo que le rodeaba. Las palabras del aguador le hicieron ver una realidad que
hasta ese momento se negaba a reconocer.
El aguador, preocupado por el aspecto del jinete,
que parecía que se iba a desvanecer y caer de su montura, se le acercó:
- ¡Señor! ¿Qué os sucede? Parece como si de repente
hubierais visto al mismísimo diablo.
El jinete, haciendo un enorme esfuerzo y muestra de
su cortesía, le contestó:
- Aguador, sigue y no abandones tu oficio, pues el
peso que tú debes de sufrir te permite vivir. Sin embargo, el que en estos
momentos llevo yo en mi corazón, os aseguro que es un peso que no puedo llevar
ni soportar.
El aguador, asustado y contrariado ante el
lamentable estado del jinete, afirmó:
- Os juro, señor, que si el causante de vuestro
estado y de la expresión de vuestro rostro es ese peso invisible que decís llevar
en el corazón; a buen seguro que podré con esas dos tinajas y cuatro más como
ellas.
Cuando el jinete inició su marcha, abatido y
dejándose llevar por su caballo, el aguador le preguntó:
- Señor, ¿puedo saber su nombre?
El jinete, ya sin fuerzas, le contestó:
- Diego de Marcilla.
Al día siguiente, el aguador se enteró del
fallecimiento de Don Diego de Marcilla. En la ciudad no se hablaba de otra cosa
que de su extraña muerte. Pero por inexplicable que ésta parezca, el aguador
sabía que la falta de un beso era suficiente para aumentar el peso y dejar sin
latido su corazón.
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